Viajar en tren por India es una experiencia como hay pocas. India cuenta con un sistema ferroviario excepcional, según dicen, el 2º más grande del mundo.
Millones de personas se trasladan diariamente por este medio, no solo por cuestiones laborales, sino por cuestiones culturales, tales como nacimientos, fiestas, bodas o enfermedades. Dicen que “ningún plan de unificación ha logrado cohesionar tanto a la India como el tren”.
En realidad, India debe su sistema ferroviario al imperio británico, quien introdujo las líneas del ferrocarril en 1853 para agilizar la exportación de algodón a Inglaterra. Increíblemente, para la construcción de un tramo de cientos de km. se utilizaron miles de ladrillos provenientes de la región de Harappa, la cual luego se hizo famosa por ser asiento de las ruinas de la antigua civilización del Valle del Indo, de más de 4000 años de antigüedad.
En mi experiencia personal, tuve la oportunidad de recorrer India en tren de Norte a Sur, sobre todo del lado Oeste, desde Jaiselmer, cerca de la frontera con Pakistán, hasta Tamil Nadu, en el mismísimo Sur. Y aunque la razón principal de esta elección fue la económica (es mucho más barato!), lo cierto es que el haber recorrido por tierra toda esa extensa región, me ha dado un conocimiento del territorio y la cultura mucho más profundo y vivencial, permitiéndome empaparme de detalles y experiencias que de otro modo simplemente te pasan por alto (o las pasás por alto, si vas en avión, claro).
Al principio fue difícil, en parte porque me costaba mucho dormir y algunos tramos fueron realmente largos, de hasta 24 hs como el de Varanasi a Delhi, que se demoró más de lo previsto porque había tanta niebla que sencillamente no te permitía avanzar. Pero con el tiempo le fui encontrando su encanto.
La experiencia comienza en la plataforma misma, antes de abordar el tren (en realidad comienza antes que eso, ya que sacar el boleto muchas veces es una odisea!). En general intentaba llegar al menos media hora antes del horario de partida, y esos minutos de espera eran una excelente oportunidad para observar a la gente y sus costumbres. El contexto varía mucho según se trate de un estado del Norte o del Sur, mismo si hablamos de una gran ciudad o de un pueblo pequeño, pero en general, son sitios tumultuosos y agitados. No se olviden que estamos hablando de un país que tiene más de 1300.000.000 (si, mil tresscientos millones) de habitantes!
Así es que es común ver multitudes de gentes corriendo por los andenes; o gente acostada en el piso mientras esperan el tren, pero no se imaginen que a un costadito, no, no; en el mismísimo medio del andén, ahí se sientan o se acuestan a esperar, con todas sus bolsas y pertenencias.
Con el tiempo te vas acostumbrando a muchas cosas del paisaje y el folklore, que a la larga dejan de llamarte la atención. Pero hubo algo a lo que por suerte nunca pude acostumbrarme y es a la falta de higiene en general, y al manejo de la basura en particular. Es algo tan cultural y tan profundamente arraigado, que desconcierta. No les puedo explicar mi asombro las primeras veces que presencié esta escena que se repite miles de veces al día en cada tren. El tema es así, cuando ellos terminan de comer, lo que sea que estén comiendo, tiran los desechos por la ventana. Si es un alfajor, tiran el papel, si es una gaseosa, tiran la lata y si es la comida del tren que viene en bandejas descartables, tiran la bandeja por la ventana. Así sin más, no importa si el tren está andando o detenido en la estación. Tal es la falta de conciencia sobre el tema, que cuando te ven a vos terminar de comer, “te enseñan” a tirar la bandeja por la ventana! De verdad! Cuando yo terminaba de comer, esperaba unos minutos antes de levantarme para caminar apenas unos pasos hasta la puerta del baño donde estaba el cesto de la basura. En ese intervalo, nuca faltaban dos o tres que se quedaban mirándome con ganas de hablarme, y cuando les devolvía la mirada, me hacían señas para que tirara la bandeja por la ventana! Faltaba más! Yo me indignaba y les explicaba en inglés, con mímicas y con el ejemplo, pero era inútil; un grano de arena en el desierto de basura de las estaciones de tren indias.
Me subí a muchos trenes a lo largo de varios meses y cada viaje en tren que hice fue una experiencia diferente. Eso depende, entre muchas otras cosas, de la clase en que viajé, de la gente que me tocó de vecina, de la geografía, el clima, o si era de día o de noche, etc. La experiencia me marcó tanto que decidí dedicarle estas líneas.
El tema de las clases es así: Cada tren consta de varios vagones divididos en las distintas clases: 1ª/2ª/3ª clase (con o sin aire acondicionado A/C) y sleeper (sin aire acondicionado). Cada tren cuenta también con vagones para otra modalidad para trayectos más cortos, en que viajas sentado, es decir en lugar de camas hay asientos. Yo tomé uno de esos de Kannur a Coimbature, y aunque hacía calor (38ºC-90%Hº), era lindo poder ir con la ventanilla abierta, sintiendo el aire cálido en la cara y el olor húmedo y embriagador del sinfín de ríos y lagos que atravesamos; así como ver a los campesinos recolectando frutas o trabajando la tierra.
Muchos trenes reservan los primeros o últimos vagones para cocina, realmente son verdaderas cocinas instaladas en el vagón.
Una vez adentro, comienza el desfile de vendedores ambulantes. No hay forma de no enterarse, aún en altas horas de la madrugada o tarde en la noche, porque pasan a los gritos, de vagón en vagón, ofreciendo sus productos. Por supuesto que lo que decían no lo podía entender, aunque repitieran mil veces la misma palabra y quedará grabado de por vida en mi memoria el rítmico “chai-chai-chai”. Valía la pena echar un vistazo y ver lo que traían, porque la oferta era de lo más variada. El rubro que predominaba, por lejos, era el culinario; pasaban con unas canastas en las que tenían desde distintos tipos de comida callejera hasta galletas y dulces, maní (palala), pururú, agua, té, café, jugos… En Kerala hasta pasaban con los cocos verdes y la pajita! Pero también vendían cosas como libros, revistas, repasadores, juguetes, almohadas inflables, billeteras y hasta billetes de lotería.
En general creo que tuve mucha suerte, y las personas con las que me tocó viajar fueron muy amables y hospitalarias. Siempre hubo alguien que hablara algo de inglés y supiera informarme dónde bajar (los nombres de las estaciones no siempre están en Inglés! sobre todo si se trata de ciudades chicas); y algunos fueron realmente encantadores, como las médicas ayurvédicas del tren a Lonavla que me prestaron su celular para llamar al taxi y me ayudaron ellas mismas a bajar las valijas y el chico de Goa que me habló de Palolem, una playa paradisíaca a donde fui a reponer energías un par de semanas.
Pero hubo una experiencia que me marcó de un modo particular. Fue en un tren de Pune a Uruli, el pueblo donde quedaba el hospital naturista Nisargopachar. El trayecto era corto, algo así como 45 minutos. Para trayectos tan cortos, existe otra variante más que es el “compartimento general” (por supuesto que sin A/C!). El primer desafío a la hora de viajar en esta categoría es encontrar la forma de entrar al tren, y el último, encontrar la forma de salir y no morir en el intento! Juro que es así! Es que los vagones van tan atiborrados de gente que cuando el tren para en la estación todos los que están esperando en el andén se desesperan por subir, sin esperar que bajen los que tienen que bajar. Entonces es un descontrol total. Por suerte aquella vez viajaba sin equipaje.
El caso es que aún no tengo muy claro cómo, pero finalmente logré subir al tren a presión, pensando que había tenido suerte, porque ya no cabía ni un alfiler! Pero justo antes de arrancar, se trepó una chica de unos 25 años con un bebé en brazos y otras dos nenas de unos 10 años. Estábamos todos amontonados en una especie de hall que hay antes de entrar al vagón propiamente dicho. Había varias mujeres con niños y algunos hombres, todos sentados en el piso; y más cerca de la puerta, parados y apretujados, los que acabábamos de subir. La mujer que subió al último estaba pegada a mí, me invadía el contacto de su piel sucia y pegajosa, y el olor que emanaba de su cuerpo impregnaba todo el espacio; era mucho más que olor a transpiración, era olor a enfermedad y dolor, a miseria y abandono. Me hablaba y me decía algo en un idioma que no podía entender, seguramente sus palabras pedían plata o comida. Pero el Idioma Universal no necesita traducción. Al mirar sus ojos, me encontré con los ojos más tristes que he visto en mi vida. Su mirada encerraba una vida dolor, abuso, abandono, sufrimiento, carencia y desamor. Me recordaron los ojos de una mujer etíope cuyo hijo era paciente nuestro en el centro de tratamiento de desnutrición. Tenían el mismo desconsuelo… Sentí que toda India me hablaba a través de esos ojos, era algo que iba mucho más allá de lo personal, más allá de su individualidad o la mía. Me conmovió mucho aquella mirada…
Dicen que “cuando el carro empieza a andar, las sandías e acomodan”. Y así fue porque a los pocos minutos, de alguna manera que la física no puede explicar, nos fuimos acomodando de manera tal que hubo espacio suficiente para que todos los recién llegados pudiéramos sentarnos en el piso. Al rato el nene de una señora que estaba en frente compartía sus galletitas con el bebé de mi vecina de ojos tristes; y otra señora anciana a mi izquierda me hacía caras y me sonreía, y sé que se moría de ganas de preguntarme cosas, pero claro, estaba la barrera del idioma; así es que se las arreglaba con mímicas, y otra vez me sonreía. Y de repente, en tan poco tiempo, el espacio ya no era tan chico, ni el olor tan fuerte, ni la barrera del idioma tan grande; y de alguna manera, ya no había tantas diferencias entre ellos y yo, estábamos todos en el mismo tren.